Todos aquellos que vayáis al cine con regularidad estaréis al tanto del reciente estreno de Fast & Furious 5, última entrega de una saga de acción que, visto lo visto, aspira a convertirse en un clásico del género. Pero no temáis, no hay riesgo de spoilers porque no he visto la película (y no es demasiado probable que llegue a verla en ningún momento, ya que no es el tipo de película que más me atrae).
Esto viene a cuento porque, aunque no he disfrutado de este alarde de celuloide y testosterona, basta con echarle un ojo al trailer para hacerse a la idea de lo que uno puede esperar: curvas (femeninas), más curvas (al volante) y una adrenalínica combinación de explosiones y mamporros a partes iguales.
Pero… ya me gustaría a mí ver al personaje que interpreta Vin Diesel o a cualquiera de sus adláteres como pasajero de alguno de los taxistas con los que he viajado yo. Porque voy a abstenerme de valorar cuestiones como el respeto de los límites de velocidad, el nivel de agresividad al volante y otros aspectos «opinables» de la conducción, pero es que en algunos casos hay que echarle lo que hay que echarle para mantener la calma. Por ejemplo, cuando el taxista opta por respostar con el motor en marcha y la radio encendida mientras apura un humeante cigarrillo, presta más atención a su móvil que a la carretera, circula por el arcén para «adelantar» o un tramo en dirección contraria para «atajar».
Puedo garantizaros que subirse en un taxi es una fuente inigualable de emociones en medio mundo, amigos. Y ya no os digo alquilar un vehículo sin conductor… menos mal que estamos bien surtidos de sangre fría, ¿verdad?