Como sabéis, y siempre hablando desde mi punto de vista, vender es construir relaciones comerciales rentables. Y, a ser posible, con clientes con valores alineados con los nuestros… al menos si queremos que la relación sea duradera. Porque vender, amigos, es seducir.
Me ha dado por escribir sobre este tema porque una reunión reciente con un posible proveedor me ha servido de recordatorio para no perder de vista uno de los puntos clave de cualquier proceso de venta. Resulta que al finalizar la reunión me quedé con una sensación un tanto extraña, aunque lo cierto es que no tardé demasiado en identificar el motivo: en algunos momentos de la reunión tuve la desagradable sensación de estar perdiendo el tiempo miserablemente (sensación que, como es obvio, nunca se debe generar en un posible cliente). ¿Por qué? Pues porque me estaban contando cosas que sí, que están muy bien, que son fabulosas… y que me sé de memoria. ¿Y por qué me estaban contando cosas que yo ya sabía? La respuesta es muy sencilla: por no formular las preguntas adecuadas.
Resulta que lo único que le interesa a un cliente es cómo vas a poder ayudarle. No le interesa lo excepcional que dices que eres, ni todas las cosas maravillosas y sorprendentes que se supone que haces, ni la abrumadora experiencia que te ha llevado hasta donde estás. Y, por tanto, si quieres captar su atención vas a tener que preparar la reunión a conciencia, investigar, sondear lo que el cliente espera y cómo vas a dar una respuesta a sus necesidades superior a la de tu competencia y, como es natural, tendrás que ser capaz de comunicarlo de forma efectiva. Eso para ir empezando a abrir boca.
Por consiguiente, es fundamental hacer todo lo posible por evitar este error que yo mismo he cometido en más de una ocasión. Pregunta, solicita aclaraciones, pide ejemplos concretos, tantea cómo tu interlocutor cree que es posible resolver o cómo está resolviendo ya esos problemas que tú eres capaz de solucionar. Haz que sea el cliente el que se sienta protagonista, el que hable la mayor parte del tiempo. Porque lo que el cliente quiere es que le hagas la vida más fácil. No le importas tú; lo que le importa es lo que tú puedes hacer por él.
Un último apunte: creedme si os digo que que las relaciones personales cuentan. Cuentan porque, como ya he dicho anteriormente, las empresas no hacen negocios. Los negocios los hacemos personas, y resulta que al final todos somos seres humanos con necesidades diferentes. Y lo que en principio puede parecer una batalla de precios, por poner el ejemplo por antonomasia en los tiempos que corren, puede dar giros inesperados si eres capaz de generar una sensación de seguridad, de profesionalidad o de agilidad que pueda marcar la diferencia. Eso sí, que no se te ocurra ofrecer velocidad de suministro a quien no tiene prisa, una garantía a prueba de bombas a quien no le preocupa la durabilidad de un proyecto finalizado o solvencia financiera a quien no te va a pagar mientras no haya recepcionado su mercancía. Porque eso significará que no has sabido descubrir lo que de verdad importa, no has escuchado y, por tanto, no conoces a tu cliente. Y la ignorancia se paga muy, pero que muy cara…